lunes, 18 de julio de 2011

¿Cuántos años son cincuenta centímetros?

Ya lleva parada la obra de la calle ocho o diez días y la cosa parece que va para largo. Toda levantada, se ve de tierra solo parcialmente compactada, con abundantes agujeros, como si nos hubiesen bombardeado. Ahora que han retirado los adoquines y escarbado un poco, a unos cincuenta centímetros de profundidad, la calle ha aparecido cuajada de cantos rodados, grandes como melones. Supongo que los usaban para reforzar la tierra, compactándola y dándole consistencia, y los traerían del río, no podía haber un proveedor más cercano.

He tratado de imaginar cómo sería esta calle cuando esa mezcla de piedras y tierra era el suelo que se pisaba. No sé cuánto hará de eso, pero supongo que muchísimo porque los adoquines que tenían encima llevaban ahí más de treinta años con total seguridad porque yo los he visto y pisado al menos todo ese tiempo. En cuanto a las edificaciones el aspecto sería parecido al actual, porque muchas de las casas son las mismas, aunque supongo que se verían más jóvenes. El cambio mayor serían las gentes. Los hombres con gorra o sombrero, falda por debajo de los tobillos las mujeres. Estadísticamente es fácil pensar que vivieron en una España convulsa, entre ansías de libertad y prolongados periodos de autoritarismos. Una época en que el campo lo era todo, trabajando de sol a sol, por poco más que la comida y un techo escaso y pobre para taparse. Esto era así para más del noventa por ciento de la población. Los escasos privilegiados del resto vivirían una vida diferente: más lujosa y regalada, teniendo de todo sin tener que hacer nada. Como el tío Pablo, que en un tórrido mediodía de agosto andaluz, de vuelta del casino, se sentó en la sombra del zaguán de una casa, camino de la suya. Cuando se le acercaron algunos vecinos alertados por su extraño comportamiento, pensando , que se había puesto malo, los tranquilizó diciendo: "No se preocupen, es que me pareció que iba a empezar a sudar, y como no lo he hecho nunca, me he sentado para evitarlo".

Pero la mayoría de la gente que andaba por mi calle si sabían lo que era sudar. Las labores del campo eran duras y hacían envejecer rápidamente, por eso casi todos parecen viejos; una mujer de cuarenta años, hoy una chiquilla, era entonces una anciana.

Y los animales; entonces los caballos eran seres útiles, no el artículo de lujo en que se han convertido. Eran el medio de desplazamiento al trabajo de señores, capataces, médicos, curas… los burros cargaban con los más humildes o llevaban las cargas: los frutos del campo, los aperos… Ovejas y cabras pasaban por mi calle camino de los corrales de las casas.

Me gusta pensar que los animales se sentían orgullosos de su papel en la sociedad, eran seres útiles y apreciados. Ahora los burros casi han desaparecido, solo alguno queda para llevar algún carro en la feria, los caballos solo sirven para presumir, para ostentar, en el fondo, de dinero. Siguen siendo de la élite, pero solo para el lucimiento. Y las cabras y ovejas desaparecieron de las calles; siguen viviendo en el campo, pero ya no visitan el pueblo, como con ellas no se presume, no se enseñan.

No puedo estar de acuerdo con Jorge Manrique, probablemente el tiempo pasado fue peor. Pero puede que las gentes de entonces si fueran, en su mayoría, mejores personas que ahora. A menudo parece que la sociedad depura lo peor que llevamos dentro y lo va perfeccionando. Mientras mejor vivimos peores somos. La sociedad nos facilita la vida pero nos hace más crueles. Es como si hiciera al tiempo dos caminos divergentes: por un lado lucha cada vez más por la igualdad de clases dentro de nuestras propias culturas, por otro las diferencias entre el nuestro y el Tercer Mundo son cada vez mayores, y nuestra indiferencia ante esta realidad palpable, aunque no nos guste reconocerlo.

Las gentes de mi calle de tierra compactada con enormes cantos rodados eran probablemente más sufridas, más pobres y vivirían menos y peor, pero seguro que más solidarias con el mal ajeno.

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