miércoles, 7 de abril de 2010

No hay mejor idea que la última.

Ayer por la noche no escribí. Lo tenía todo preparado, incluso una idea para desarrollar. Siempre hago un pequeño repaso a la información que tengo sobre lo que voy a hablar para no meter la pata. La cosa se fue complicando justo por lo contrario de lo de siempre, cada cosa que leía me hacia querer cambiar de tema por surgir otro que me parecía más interesante. De pronto me vi saturado de temas sin saber por cual decidirme: pasé de la idea inicial sobre los animales callejeros, al síndrome de Ulises, de ahí al principìo antrópico.... Y ahí paré.
Puedo recordar el proceso por el que fuí llegando de uno a otro, y tiene cierta lógica, aunque vistos así, aislados, parezcan no tener relación. Todos ellos me sugieren algunas reflexiones que tal vez algún día aparerezcan por estas páginas, pero cuando las ideas se arremolinan y se entremezclan mejor estarse quieto, aquello iba camino de convertirse en un galimatías. Dejé los libros que había ido cogiendo para sacar los datos que pudiera necesitar, me quité mis gafas, cerré los ojos, me eché hacia atrás en el sofá y traté de no pensar en nada. Aparté todas aquellas ideas que pugnaban por destacarse sobre el resto.... y entonces pasó.
A veces quedo con mis recuerdos a tomar el té y hablar de los viejos tiempos. Sucede entonces como una suerte de partido de tenis: yo rebusco algo olvidado y ellos me traen las imágenes tanto tiempo guardadas por recovecos de la cabeza. Una trae a la otra y al poco aparece algo que ya no creía retener, y sobre eso vuelvo a tener base para otro recuerdo, y vuelve a surgir otra imágen perdida. En este "peloteo" de ida y vuelta normalmente también sucede lo de mezclarse las cosas y avanzar a salto de mata, sin dirección, ni lógica, sin saber por qué de una surge la otra. 
Ayer descubrí que mis recuerdo también, a veces, quieren quedar conmigo para charlar de nuestras cosas. No hubo té porque no elegí el momento, y el peloteo no fue tal porque los recuerdos venían sin provocación por mi parte; todo salía de allá para acá.
 Y recordé a mi madre, guapa como pocas he visto, un poquito rellena (ella que al final acabó en los huesos), con los ojos claros más bonitos que he visto en mi vida, y una sonrisa permanente en  los labios. Era mi madre de mi niñez, aquella que empezaba con los primeros achaques de su enfermedad (desde que la recuerdo tomaba medicinas para el corazón), pero que llevaba sola adelante su casa con cinco diablos por hijos y un marido. Aquella que, educada en la opulencia, supo amoldarse cuando las cosas pintaron de otra manera. Aquella niña rica viró a modesta ama de casa, sin privaciones pero sin lujos, sin la menor queja. Mantuvo en el recuerdo su educación en las Irlandesas, su afición por la lectura y por la música, pero nunca la vi tocar el piano (mi tía decía que no lo hacía mal de pequeña), ese viejo piano de la abuela, que en la casa del pueblo malvivía, olvidado y desafinado, en el salón que no se usaba nunca. Recordé esas partidas de pinacle con mis tíos, siempre hermanos contra cuñados para que mi tío y su mujer no se pelearan. Le encantaba jugar a las cartas y era una gran jugadora y una mejor compañera. Cuando crecimos esas partidas fueron con ella y mis hermanos, y daba gusto tenerla de pareja, parecías mucho mejor de lo que eras. Luego las cosas fueron a peor, pero la que ayer se me aparecía era vital, alegre, siempre dispuesta a ayudar y sin quejarse nunca por nada. Me repasaba los deberes y me ayudaba en lo que no entendía mientras preparaba la cena. Luego, en el salón, devorábamos lo que preparaba en un segundo, sin darle valor ni agradecérselo.  Despues, todos a ver lo que hubiese en la tele (solo había un canal, incluso no pusimos el UHF porque mi padre decía que así no había peleas),  mientras ella leía un rato entre el bullicio de los ruidosos juegos que inventabamos. Cuando todos nos ibamos a la cama, se quedaba leyendo otro poco y organizando el día siguiente, y así todos los días.
Llegó la hora de acostarme y no podía dormir. Allí seguían saliendo aquellos recuerdos por todas partes. Vi la sala del piso de Sevilla, cuando ya eramos más mayores, ella con el pelo encaneciendo y su sonrisa más cansada. Sus ojos brillaban menos y tenía que sentarse más a menudo porque ya  a veces se asfixiaba. Ya empezaban pulmones y corazón a dificultarse mutuamente su tarea, en una pugna que acabó costándole la vida. Aun la disfrutamos algún tiempo, pero ella ya sufría demasiado, aunque siguiera sin quejarse. Siempre me dijo que estaba deseando verme casar. No llegó a conocerlo. Se fue cuando más la necesitabamos porque a una madre siempre es cuando más se la necesita, aunque ni tú mismo lo sepas. Hoy creo que los recuerdos han salido por si mismos porque hacía algún tiempo que no pensaba en ella e inconscientemente la estaba echando de menos. Han salido porque ya no aguantaban más ahí dentro. Me he dormido a las tantas y sin escribir nada, pero con una sonrisa en los labios , y creo que un beso suyo en la frente.

No hay comentarios: