viernes, 26 de febrero de 2010

CACHIVACHES DEL SOBERAO: LA SESION INFANTIL DE CINE

Cuando muy niño mi mejor amigo era yo. Pero un yo que estaba dentro de mi como si fuera otro. Me desdoblaba y mi yo de verdad se reía de las ocurrencias del otro. O quizás era el otro quien se reía de mi. Recuerdo que distinguía perfectamente ambas personalidades como si fueran diferentes y se alternaban para expresarse y poder dialogar. Mi imaginación preparaba dos papeles que yo ejecutaba al mismo tiempo. Casi siempre era la misma historia o muy parecida; para crearla tomaba trocitos de las películas de la sesión infantil de los sábados del cine del pueblo.

Puedo describir como si lo estuviera viendo ese cine de invierno del pueblo. Con su suelo de listones, oscuros y desgastados, sus butacas de madera de respaldar alabeado y asientos abatibles en cuyo centro un rectángulo de gastado escay que, lleno de agujeros, dejaba asomar una ajada gomaespuma. Incluso antes de empezar, la sala apenas estaba iluminada, había cuatro o cinco  mortecinas bombillas que permitían ver lo justo para no tropezar. Olía a lejía y a zotal, aquello estaba descuidado pero limpio.

Los sábados a las cinco de la tarde la sala se poblaba de chiquillos. Las películas eran siempre  de romanos, de vaqueros (que les decíamos de tiros) o de guerra.
Mientras la trama complicaba la vida del bueno (el muchacho) un silencio expectante reinaba en la sala. La angustia de los momentos dificiles  casi no nos dejaba respirar. Los escasísimos besos y abrazos que aparecían eran acompañados de un sonoro abucheo por parte del mayoritario público masculino. Y por fin, aquella explosión de júbilo, aquella legión de chiquillos gritando y golpeando con brazos y piernas en las butacas,todos a compás, cuando el muchacho se encaminaba a la victoria,  el malo caía o los buenos avanzaban sin peligro.
Yo asistía embelesado al espectáculo. Mientras mis amigos oían, veían, disfrutaban y al poco olvidaban la película, yo la miraba y escuchaba, procurando retenerla en la memoria para revivirla luego en casa y en mis juegos.
Hubo una frase que se me quedó grabada de no se cual  de aquellas peliculas  de ínfima calidad que devorabamos todas las semanas. He olvidado la historia y el contexto, pero la frase era: "No he llegado hasta  aquí para morir de espaldas". No sé que se me infundía, pero para mi era la frase del valor. Encerraba en ella toda la valentía que yo era capaz de imaginar, y el firme deseo de no rendirse ante nada. Como podéis suponer la incorporaba a todas mis historias inventadas. Cuando en ellas aparecía, se me hinchaba el pecho de orgullo y me sentía el héroe más grande sobre la tierra. Era como el pataleo de los niños en el cine, el momento sublime de la victoria.

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